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Planeta Maño

George

George

La tienda vuelve a vender sin parar, más que las otras, y mi espíritu competitivo, latente desde que se acabaron las partidas de parchís en la universidad, ha resucitado con una virulencia que me asusta: me he convertido en carne de cifras y socios Círculo. No sé como frenar mi ansia de ganar.

Paso horas en el despacho y, en el corcho, alguien me ha colgado una foto de George Clooney anunciando Nespresso (prometo que yo no fui). Tal vez debería haberla quitado, pero la he dejado ahí, y he cogido la costumbre de hablarle a George cuando ya no puedo más y el aire del Planeta Maño se me hace irrespirable. Hace algo más de una semana, vinieron a visitarnos desde Barcelona, jefe alemán incluido, y descubrieron la imagen de George presidiendo mi vida cotidiana con mirada lasciva y granitos de café flotando cual aura a su alrededor. Nadie dijo nada... no sé lo que debieron pensar.

Por el momento, no voy a sacar a George de mi vida. Creo que nos está dando suerte.

Inmersos en la tercera Vitunavidad, pasamos los días compartiendo la llegada ingente de libros que milagrosamente se venden como el pan; detrás del mostrador, en el backoffice, dejamos que transcurra el tiempo cargando cajas de un lado a otro, riéndonos, hablando de Ashford in The water , ese lugar que espera sin saberlo la llegada de Ana Mari e irremediablemente, algo más tarde, también la nuestra; porque iremos a verla y llenaremos Ashford de espíritu fallero-maño-castizo. No nos olvidarán.

Arbol genealógico

Axioma: Colón era maño.

Así, sin paños calientes. Esta mañana la editorial Amares me ha invitado al lanzamiento del libro Christoval Colón, más grande que la leyenda. El teléfono ha sonado en el mostrador; lo he cogido y la voz tenue de un hombrecillo que no dejaba de llamarme Mónica ha empezado a venderme las virtudes de este ensayo histórico que, sin duda, promete azuzar la controversia internacional acerca de la verdadera patria del descubridor. Colón era maño y no hay más que hablar; o al menos eso se va a reivindicar el próximo jueves en la presentación de la obra, a la que acudiré sin duda, ya que considero el evento de envergadura suficiente como para inaugurar mi vida social en Zaragoza.

Ya me visualizo rodeada de maños ilustres, descendientes de Colón, que -nadie lo sabía hasta ahora- iba de la Pinta a la Niña y de la Niña a la Santa María gritando "¡Co!" desde el bote que lo trasladaba de una carabela a otra. De hecho, quizás no sea casual que América se llame así. ¿No os parece -ica una terminación más que sospechosa? Incluso reveladora, diría yo.

Me encanta. ¡Qué baño de glamour me espera!

Por otra parte, me he enterado de que Bob Dylan va a componer el himno de la Expo 2008. ¿Acaso también son maños sus ancestros y se siente indisolublemente unido a la ciudad del Ebro, Flubi y los adoquines con los que a menudo se fotografía Vituperio? Misterio de la humanidad. Apuesto lo que sea a que, si Bob se deja caer por aquí, en cuanto se descuide lo visten de baturro y le obligan a grabar, de semejante guisa, una nueva versión de The answer my friend is blowing in the wing, con el cachirulo puesto.

En fin... será mejor no adelantar acontecimientos y rezar para que, cuando Pequeño Bob, con el peso de su guitarra a cuestas se baje del avión (o del trasbordador espacial) y sea recibido por la multitud que coreará su nombre ("¡Bobico, Bobico!"), no se lo lleve el Cierzo de un plumazo.

Eso no me lo pierdo.

 

Abandono

Sábado por la tarde: sofá, manta, calefacción... hasta hace bien poco, ensaladera de pasta con atún y televisión encendida. Esta visto que, allá donde vaya, lo que no puede faltar son las hélices de colores y las pelis de Antena 3, basadas en hechos reales o en novelas de Barbara Wood. El telefilm de hoy iba de una china que se enamora de un americano casado, durante los años 50. El americano la deja embarazada y a continuación pierde la memoria (¡Uy!); así que se pira a EE.UU y no la vuelve a ver más. Afortunadamente, como la película duraba 4 HORAS, mis vecinas jubiladas y yo hemos podido asistir al crecimiento desarraigado de la niña, oriental y sin padre conocido, que va cumpliendo años pensando en el día en que cruzará el Atlántico para reencontrarse con ese hombre que, aunque amaba a su madre sin duda, se alejo de ella víctima de un tabardillo cerebral.

A los 24 la china llega a Los Ángeles para descubrir que su padre murió tiempo ha, al regresar al continente, porque su barco naufragó (Dios es justo y misericordioso), pero no da el viaje por perdido y se enamora de su supuesto hermano (más feo que un pie), que finalmente resulta no serlo y le corresponde después de abandonar a su mujer y convertirla en una alcohólica. Me ha encantado.

Ante semejante derroche creativo me he encogido y ahora no sé qué contar. Más allá de la proximidad de las terceras Vitunavidades, mi existencia se reduce al planteamiento constante de QUÉ HAGO CON MI VIDA.

Me gustaría abrir el portátil y tener ganas de escribir sobre lo que estoy leyendo (Los crímenes de Oxford); la última peli que he visto (El caso Wells) o el último chuzo superado, el sábado pasado con V, Anica y Cris, en un local desconocido llamado La Tierra, planeta al que algún día espero volver... ¡pero no me apetece!

De repente ni me posee el espíritu creativo ni pienso en el sexo... ¡Ahhhhhhhhhhh!

Y hace un frío devastador, que me paraliza. He llegado a casa a las cuatro y he puesto la lavadora... pues bien... es un hecho: aún no la he tendido. La sola idea de salir de esta bolsa de calor en la que se ha convertido el sofá me produce pavor. Pienso en la ropa apelotonada, arrugadísima y empapada, dentro del tambor metálico; secándose de una forma rara y acumulando con cada segundo que pasa más y más olor a humedad, a wáter... y ni siquiera eso consigue provocar mi reacción. ¿Me estaré abandonando?

Otro síntoma es que el martes hice la compra semanal e incluí en la cesta del supermercado un par de botes de fabada Asturiana y un cartón de caldo de pollo precocinado, marca Hipercor. Muy peligroso, lo sé. Sin embargo, una vez inmersa en esta espiral de dejadez, me temo que nada ni nadie pueda rescatarme.

Intento no pensar en Piero, el último expulsado de Gran Hermano, e ir reduciendo progresivamente mi dosis semanal de Supermodelo 2007, pero soy incapaz... hasta he dejado de fumar, rodeada como estoy de gente madura y sin vicios, que intenta por todos los medios prolongar hasta el límite su existencia.

¡Joder! Esto es un asco. Necesito lascivia, bohemia y una autodestrucción que no pase por dejar de lavarse el pelo durante 48 horas, sino más bien por no pegar ojo y matarse un lunes o un martes a cañas. Aquí, en el Planeta Maño, nadie está triste; y el 90% de los aborígenes se felicitan a final de mes, cuando comprueban que, ¡oh, milagro!, han conseguido volver a pagar la hipoteca.

En definitiva, me estoy convirtiendo en un conato de Ana Diosdado, cuando lo que esperaba era llegar a ser una pequeña Anaïs Nin.

Quiero gritar, pero afortunadamente acaba de empezar La noria, con Jordi González, y la idea de perdérmelo me turba. A lo mejor luego, a la una o las dos de la madrugada, tiendo. Eso si que sería transgresor...

Ya veremos.

La vida que te espera

Hace un par de semanas cumplí 30 años en un jueves normal, que transcurrió entre la Fnac y Puerta de Toledo, donde mis amigos han iniciado una convivencia de serie de televisión, que pasa por acogerme como artista invitada cada vez que la nostalgia me puede y compro un billete de AVE para volver con ellos. En su casa, un poco por inaugurar su nueva etapa, un poco por mi treintena sin estrenar, organizamos una fiesta de "blanco y negro" y nos reencontramos con las conversaciones etílicas de otras madrugadas. Ya conocemos todas nuestras fobias, todas nuestras indecisiones, nuestras debilidades de eterna adolescencia, que emergen con una virulencia especial cada vez que abusamos del alcohol... nada diferente a los pedos de calimocho en la plaza 2 de Mayo, sólo la carga es distinta. Nuestro peso es ya el de los que se resisten a crecer y buscan en sus actos un arma contra el tiempo. Pero no hay escapatoria.

La noche fue muy larga. Hubo momentos en los que intentamos huir de la casa, salir a la calle y agotar las horas hasta la luz en algún garito impersonal de La Latina o Lavapiés, pero nos lo impidió el frío. Así que permanecimos unidos y revueltos, vagando como almas en pena por las habitaciones del piso. Finalmente, a eso de las siete de la mañana, caímos rendidos: unos en el sofá, otros en los sillones del comedor... yo con Naoko, en su cama de matrimonio gigantesca, que tiene un edredón rojo probablemente impregnado de algún somnífero.

Dos horas más tarde la mano de A me despertó. Tenía que marcharse y no quería hacerlo sin despedirse. Me propuso salir a desayunar, cual Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes. Comprenderéis que no pudiera negarme ante semejante comparación. Dicho y hecho: bajamos, yo de incógnito, rebosando glamour, detrás de mis gafas de sol y debajo de una gorra que me habían regalado en la fiesta (aún no sé como A, ante mi imagen de etarra camuflado, no salió corriendo dispuesto a negar cualquier relación conmigo). Recorrimos algunas manzanas y terminamos delante de un café con leche con porras en un bar bastante castizo, cercano a la parada de metro. Hablamos y hablamos sin parar: del trabajo que compartimos, de los hombres que no me hacen caso, de los años que vamos cumpliendo sin cambiar nada... Y después paseamos a la deriva: calle Toledo, plaza Mayor, Bailén, el palacio de Oriente, Ópera...  mi primer sábado por la mañana con treinta. Hacía sol y Madrid, como siempre, me observaba en silencio y me acogía como parte viva del organismo de la ciudad. En ningún otro lugar he tenido ese sentimiento.

Cuando me quedé sola (A tenía el turno de tarde en la librería y me dejó a eso de la una y media), regresé a casa sin prisa, deshaciendo el camino, interrogándome acerca de lo que está por venir. Siempre tendemos a pensar que falta algo, que un acontecimiento decisivo nos asaltará al doblar la esquina y cambiará nuestra vida de golpe... Mientras esperaba en un semáforo, al calor del mediodía desfilaban ante mí las imágenes de la noche anterior, las palabras pastosas, las manos... yo con D, conversando semiconscientes e intentando sin éxito resolver el cubo de Rubik a la luz tenue de una lamparilla roja.

"¿Y si no hay nada más? ¿Y si es este el retrato de la vida que te espera, que nos está consumiendo dulcemente?"

Habré de tenerlo en cuenta.

En moto

Fernando, un compañero de trabajo, me lleva a casa en moto después de una cena de equipo en La Antilla, una bocatería a la que no sabría llegar sola porque todavía se me escapa esta ciudad.

La última vez que me llevaron a casa en moto fue hace algunos años. No sé qué habrá sido de la Vespa de N, pero conservo el recuerdo de aquel trayecto rodeando el Retiro, por la calle Alcalá hasta Conde de Peñalver. Hay muchas noches en Madrid que no se me olvidan; ahora sé que forman parte de un aprendizaje. Como llaves secretas, vuelven a mí para iluminar desde el pasado el paisaje lunar del Planeta Maño y hacerlo menos árido.

Mientras recorremos a poca velocidad el paseo de Sagasta, confirmo que me hallo a años luz de mi otra vida, rodeada de buena gente que jamás me va a entender. Porque si esto fuera una película americana de Sandra Bullock, yo sería una pobre desarrapada (Sandra, por supuesto) que, tras fracasar profesional y/o sentimentalmente en la metrópoli vil, se retira a una ciudad de provincias de nombre impronunciable, donde nadie tiene prisa y en la que el protagonista -casi siempre se llama Jack- acaba de ser abandonado por su novia, que le ha hecho mucho daño.

Al principio Sandra no se adapta a llevar camisas a cuadros y trabajar en la única oficina de correos del lugar, pero eso sólo es al principio. En menos que canta un gallo conoce a Jack, invariablemente el listo del pueblo (médico o veterinario), muy puesto en arreglar ruedas pinchadas o grifos bañados en óxido, y se enamora de verdad, al más puro estilo rural, sin pasteurizar ni nada. Así que se casa y alimenta a su descendencia con leche ordeñada en el establo familiar. Todo muy bonito y bastante creíble, sin embargo no demasiado en mi línea de urbanitas con problemas arraigados en la niñez.  Lástima.

Mañana más. 

 

 

Buscando las palabras

Cada ciudad habla un idioma distinto. Ahora lo sé. Hoy ha llovido y, durante todo el día, el centro comercial ha permanecido en penumbra, a media luz, envuelto en el rumor inquieto de la tormenta. Y ya no estoy tan segura de que quiera volver.

Leo La decisión de Sophie y, cuando me aburro de la buena literatura, salgo a la calle para pasear por este barrio pequeño, que limita con los árboles del Huerga. Me he apuntado al gimnasio y cada día, a escondidas, Oskar me reta al baloncesto. Tal vez por eso tengo los brazos cuajados de agujetas. Estoy cansada. Ha empezado el juego.

En mis trayectos de autobús, busco las palabras. Como siempre, hay muchas cosas por decir, historias que me esperan; y un montón de recuerdos que, uno a uno, como lastres, van desplómandose por la borda para poder elevarme libre de peso. Porque ahora sé que me voy a quedar otra vez vacía, transparente, sin ninguna pena. En la calzada, aplastada, se queda mi memoria, me quedo yo; un poquito de mí se pierde cada día. Le digo adiós y empiezo a construirme en una lengua nueva, en la que mirar atrás no existe. 

Y aún así nada será de verdad. Habrá que tenerlo en cuenta. 

 

Silencio

Es domingo y esta ciudad continua muda. Soy cabezota y cada tarde me vuelvo a casa andando, cruzando el río por un puente en obras donde el sol cae sobre mí como un desafío. Sin embargo no me voy a rendir. Zaragoza me hablará algún día y, cuando eso ocurra, me va a pillar bien atenta, preparada para tomar notas. Mientras tanto, crece dentro de mí la desazón propia del que empieza a desepesperarse. La casa se queda pequeña, las calles me parecen pocas, todas iguales, sin ningún interés; y la gente no se parece a mí. Los aborígenes que me rodean se esfuerzan por animarme. Son atentos conmigo, me sacan de paseo, intentan hacerme ver la cantidad de cosas que hay por hacer para no aburrirse, pero no consiguen engañarme.

Aquí no se me ha perdido nada, si bien en la angustia que provoca el vacío reside cierto placer. Tengo la sensación de estar fuera, lejos de todo lo que me afecta de verdad, formando parte de la vida de otros. Vivo una historia que no es la mía y eso me permite hacer y deshacer impunemente, porque ninguna acción, buena o mala, coherente o desesperada, me devorará con sus consecuencias.

Ahora la única realidad que hay es que son las tres menos cuarto de la tarde y estoy sentada delante del ordenador. Las últimas tres horas las he pasado leyendo El hombre que se enamoró de la luna , hablando por teléfono con mi madre... de lunes a viernes, me consume la tienda y el tiempo no existe. A lo mejor me enamoraré y haré daño a alguien, pero me dejaré acariciar en el trayecto hacia la herida.

¿Qué echo de menos?

Estuve en Madrid el fin de semana pasado y me corrí en la última fila de unos cines en versión original. Luego, en el tren, intenté convencerme de que todas las ciudades son la misma ciudad, aunque no es verdad. En Zaragoza hace ya años que dejaron de poner películas con subtítulos.

En Delicias cogí un taxi para llegar a casa. La peli favorita del taxista era La bruja novata , así que hicimos el trayecto hasta Juan José Rivas tarareando sus canciones. Después me quedé sola con un montón de recuerdos recientes rebotando como pelotas de tenis contra las paredes amarillas del piso.

Me alimentaré de ellos hasta que vuelva.

 

 

Promesas que no valen nada

Vuelvo a habitar el Planeta Maño.

Lleno el domingo leyendo La mujer zurda, de Handke , hablando por teléfono, viendo por fin Perros de paja , donde Dustin Hoffman se vuelve loco y empieza a dar mamporrazos a diestro y siniestro, tratando a su mujer como si fuera retrasada mental y mostrando indiferencia ante la aparición de su gato desaparecido ahorcado en el armario; y cuando se empieza a hacer de noche me centro en la descarga de la discografía de Ivan Ferreiro con ese gran programa descubierto en la fiesta eurovisiva de Crisis.

¡Cuán culta soy! Me digo a mí misma ante este repaso de mis inquietudes intelectuales, que van desde la literatura austriaca de los setenta a Abrázame, versión que Ferreiro, un alternativo tránsfuga, ha hecho de la canción de Julio Iglesias. Menos mal que, para no llevarme a engaño (porque otra cosa no, pero honesta con mi propia psique lo soy un rato), reconozco que mi intelecto, capaz de decidirse por todas las actividades anteriores, ha dispuesto también que me siente delante de la tele a las diez y media para ver el nuevo episodio de La que se avecina ; obra maestra, fiel sucesora de Aquí no hay quien viva y mi serie favorita del momento: donde esté Marivi Bilbao que se quite House o Anatomía de Grey .

Lo que acabo de escribir me recuerda que ya son casi las nueve y media, así que tengo que irme. Me espera la ducha maña, que por lo menos es incolora; no como la del hotel de Torrelodones, donde el agua salía roja como la tierra mojada del descampado que rodeaba el edificio.

Me ha gustado pasar por Madrid este fin de semana para descubrir que, al menos por ahora, todo sigue igual. Es inevitable que alguna vez estemos tristes, como lo es cambiar la mirada sobre una ciudad en la que ya no se vive, pero que sigue ahí, cerca, tal vez reprochándome desde su silencio el que me haya ido pero, al mismo tiempo, demostrándome con su fingida indiferencia que me añora. Me produjo una sensación extraña mirar la calle Alcalá por la ventanilla del taxi que me llevaba a Atocha para regresar al Planeta Maño; una sensación de no pertenencia.

Me digo que algún día volveré para quedarme y escucho Promesas que no valen nada.

Os dejo con la primavera.

 

Maternidad

Algún día tendré hijos. Lo he decidido este fin de semana, mientras paseaba con Jorgito y Vituperio por el Parque Grande en busca del monumento en honor a Paco Martínez Soria. De repente la imagen de una Marinita no me disgusta lo más mínimo, es más, me atrae la posibilidad de tener un "mini yo" al que legar toda nuestra sabiduría. En cuanto al padre, obviamente, es un problema. La posibilidad de emparejarme con un aborigen me perturba un poco, sin embargo empiezo a experimentar cierta atracción hacia los especimenes de sexo masculino que pueblan el Planeta Maño.

¿Cómo será enamorarse en Aragón? Yo estoy constipada desde que aterricé aquí y mi voz se ha estabilizado en un tono nasal un tanto desagradable, que nubla parcialmente mi irresistible atractivo; además no digo Co ni me desplazo a la Romareda en fines de semana alternos para apoyar al Zaragoza. Soy una extranjera solitaria y sin pasado, desarraigada y quizás un tanto "exótica"... pero quiero ser madre, como la mujer estándar, y si para ello he de someterme al ritual del cortejo maño, pasaré por el aro y aceptaré que me regalen un bote de fruta confitada o una medida de la Virgen del Pilar.

Mentalidad abierta; ese es el mantra de lo que, gracias a Naoko, he bautizado como mi Erasmus autonómico. Voy a confundirme en la multitud, a diluirme cual gota de agua (del Ebro) entre la gente que transita por Independencia con las mismas prisas que atenazan a los brokers de Wall Street; voy a pasar las horas muertas en las librerías de la Plaza de San Francisco y a refugiarme en los puentes que, como tierra de nadie, unen los dos lados de la ciudad. Me haré invisible.

Ya querría James Bond para sí mi capacidad de adaptarme al medio. No me imagino a Pierce Brosnan pasando inadvertido vestido de baturro, pero, ¿y yo? Dadme unos meses y la oportunidad de participar en la fiesta popular luciendo el traje patrio. A lo mejor me animo.

Co co gua gua

Co (del arcaismo paleolítico "co"): Muletilla popular maña, de uso común entre adolescentes y bacalutis, utilizada a cualquier hora y en cualquier lugar, indiscrimadamente.

Me enganché al Co co gua gua en preescolar. La historia de la gallinita que se quedaba huérfana me venía como anillo al dedo. Con tres años ya me sentía yo un poco diva y necesitaba una tragedia diaria para canalizar toda mi emotividad interior, que era mucha y estaba llena de matices (hubo otra época en que me dio por hablarle a la Virgen, querer ser santa y volverme hiperreligiosa, pero esa es una historia que me reservo para futuros post). Así que me pasaba las horas cantando. Recuerdo la letra como si la estuviera tarareando ayer, cosa que es cierta, para qué nos vamos a engañar, la tarareé ayer. Era un un dramón:

Cuando era pequeña su mamá se fue

y ella muy solita se quedó

esta cancioncita no pudo aprender

y ahora llora sola en un rincón

O sea, todo lo anterior le pasaba a una gallina. Semejante panorama avícola contribuyó a que aprendiera a enfrentarme a la cruel realidad de este mundo, plagado de holocaustos, cambios climáticos, accidentes aéreos y hombres que te dejan de llamar de repente, sin dar explicación. El estribillo no tenía desperdicio:

Co co gua gua

Co co gua gua

Co co co co gua

Co co co co co co

Co co gua gua gua

Obra maestra, un poco densa tal vez, pero obra maestra al fin y al cabo, desgarradora. En el último gua había conseguido mi objetivo y me ahogaba de la pena, sin parar de hacer pucheros. La infancia... qué bonita, ¿no?

Recapitulemos: ha pasado el tiempo, 27 años en concreto, y me encuentro en el Planeta Maño, donde nada debería recordarme a nada porque no he estado antes aquí. Sin embargo, justo cuando empezaba a confiarme, segura de haber enterrado las manchas negras de mi pasado, lejos del olor a mandarina del comedor del colegio y los baberos a rayitas, he descubierto que deshacerme del CO co gua gua va a ser imposible. Y es que en el Planeta Maño utilizan el Co como una especia lingüística que lo salpica todo. Se puede decir "¿Qué pasa, co?" o "¡Co! ¿Qué pasa, co?" y tambien "¿Qué co pasa, co?"... co co ro co co.

La variante del castellano que se utiliza por estos lares afianza su identidad con el Co y yo afianzo la mía escribiendo en el blog, porque empiezo a sentirme más ligera que la pluma de Forrest Gump y me da miedo descubrir que no me duele tanto como creía el haberme ido. Quiero pensar que eso se debe a que, gracias a los mensajes, los mails y las llamadas teléfonicas, he comprendido muy pronto que la distancia no va a poder con nosotros. Estamos a un tiro de piedra, a muy pocas milésimas de segundo si viajamos en trasbordador espacial.

 

Los maños y su relación con el espacio sideral

Título explícito por antonomasia, lo voy a repetir: LOS MAÑOS Y SU RELACIÓN CON EL ESPACIO SIDERAL. Muchos de vosotros os preguntaréis qué relación es esa, si es que existe. Pues bien, existe, os lo digo yo, que me he adentrado en el Planeta Maño con la convicción de que mis conversaciones con los lozanos zaragozanos iban a centrarse en la eterna disputa por el agua tan limpita del Ebro o, si me apuras, en el poder protector de las cintas bendecidas de la Basílica del Pilar.

¿Cómo he podido ser tan prejuiciosa? ¿Cómo tan mendruga? Yo qué sé... de sabios es rectificar y quiero hacerlo desde aquí, porque he descubierto que los maños son unos seres mucho más avanzados que el resto de la humanidad: más que los franceses, más que los británicos, más que los americanos, mucho mucho más que los portugueses o los albaceteños. La causa (real, os lo prometo), que su aeropuerto es el único acondicionado en toda Europa, y probablemente en todo el mundo mundial, para que despegue y aterrice un trasbordador espacial.

En caso de ecatombe, cual personajes de las Crónicas Marcianas de Bradbury, los zaragozanos sacarían del garaje su trasbordador -tanto tiempo a la espera- y pedirían permiso a la torre de control para despegar dirección Vía Láctea; y lo mejor es que, pasada la era de radiación, abandonarían el asteroide en el que hubieran acampado y, tras prevía consulta al controlador aéreo de turno, regresarían al Planta Maño sin mayor trastorno que el de haber vivido en órbita unos cuantos milenios.

Así que ya sabéis: si un meteorito se aproxima a la Tierra, YO ME SALVO; VOSOTROS, a no ser que también viváis en Zaragoza, NO.

Por lo pronto, mientras me empapo de toda la información posible sobre mi nuevo habitat, no dejo de trabajar. La recepción de libros ha comenzado. Nos hemos instalado en una nave industrial cedida por el Mediamarkt. Está oculta en el extremo del Plaza, un polígono industrial inacabado, que cuenta con carreteras y rotondas infinitas; y me recuerda al escenario de una película de David Lynch.

El cierzo no para de soplar. He leído que el exceso de viento, unido a un clima árido, incita al suicidio. Yo no creo que me suicide, tranquilidad y buenos alimentos (ahora que por fin tengo sofá he de aprovechar al máximo mis horas de tele y manta hasta el cuello), pero es posible que me corte el pelo.

Cualquier cambio, no preocuparse, será comunicado a su debido tiempo.

¡Besicos! ¡Co!    

Llamando a tierra desde el Planeta Maño

Ya estoy aquí, sola por fin en el Planeta Maño, ese lugar donde también hay domingos (dominguicos) con tardes aburridas en las que la única nota de color la pone la afición del equipo  futbolero visitante, en este caso el Betis. El Planeta Maño tiene por ahora un clima inhóspito y es voluble: igual hace un sol de justicia que, sin venir a cuento, se pone a llover; en cuyo caso el aborígen, curtido ante las inclemencias del tiempo, pasa olímpicamente. Sin embargo, yo no. Yo no estoy preparada ni para el Cierzo ni para los chaparrones imprevistos... y mi ropa, lavada hace mil años y todavía húmeda, tampoco lo está.

Esta semana la he pasado en Cartagena y no he visto el mar. Hay tanto trabajo por hacer que el aburrimiento no entra en mis planes... ni un segundo para pensar... afortunadamente, ni un instante para detenerse y echar de menos. Todo es nuevo: planeta nuevo, casa nueva con paredes amarillas y mucha luz, gente nueva... la hoja está en blanco otra vez y en mi cabeza trato de reunir las fuerzas y las ganas para empezar de cero. Quiero contar muchas cosas, aunque sea desde este locutorio un tanto sucio. Hoy fui a la Fnac y compré tres libros para animar mis deprimentes estanterías: Pudor, El amor en los tiempos de cólera y, en honor a Jorgito y nuestra visita a la exposición en el Canal de Isabel II antes de mi huida, Gödel, Escher y Bach; primeras lecturas de esta vida por estrenar.

Saludos desde el Planeta Maño. 

Que empiece el juego.